viernes, 4 de diciembre de 2015

NO VOLVERÉ A SER JOVEN (TRIBUTO A SCOTT WEILAND)



Para todo aquel que le guste el rock hablar de los noventa significa sobre todo referirse al grunge, más aún si, como es mi caso, pasaste la adolescencia y post-adolescencia durante esa época.

Los ochenta habían muerto en todos los sentidos, no solo en el musical, la fiesta se había terminado y había que pasar por una larguísima resaca, el capitalismo salvaje había provocado una grave crisis financiera, unos triunfantes Estados Unidos tras el desmantelamiento del bloque comunista habían elegido para sustituir al fascista de Ronald Reagan a un estúpido  que respondía al nombre de George Bush y comenzaron una guerra contra Irak (bueno, ya decía Rust Cohle que el tiempo es un círculo cerrado). En el estado español las circunstancias eran igual de poco halagüeñas, a la triste situación económica global había que sumarle una crisis de empleo brutal, la decadencia del gobierno de un PSOE que se venía abajo entre la  ineptitud de sus jerifaltes y múltiples escándalos de corrupción, la sombra de un PP liderado por un individuo patibulario como Aznar tampoco invitaba al optimismo.
Ese clima de fatalidad y pesimismo también se reflejó en las artes, en el cine se impusieron historias (y formas de contarlas) mucho menos lúdicas y más crudas, así dieron el espaldarazo definitivo a la fama los hermanos Coen o Tarantino y se realizaron filmes como "Mi Idaho Privado", relato desgarrado y depravado que serviría como película de culto generacional, en literatura aparecían nuevos narradores como Irvine Welsh o Douglas Coupland y novelas como "Historias Del Kronen".  No parecían las mejores influencias si estabas en la edad en las que tus hormonas te incitaban constantemente a la rebelión, porque había mucho contra lo que rebelarse. Y además estaba la música.

El cambio de década trajo un lavado de cara en el mundo del rock, Barbie Sleazy había muerto y el maquillaje, el rubio oxigenado, el cuero y las guitarras afiladas claudicaron en pos de una imagen y un sonido mucho más crudos y reales, tipos vestidos de franela, con vaqueros anchos y jerséis  raídos y amplios tocaban distorsionados y oscuros riffs con letras teñidas de realidad que hablaban de angustias, flaquezas, adicciones (absolutamente verídicas en la mayor parte de los casos), sexo chungo e inquietudes. Ese estilo crudo y directo conectó al instante con las inseguridades de una juventud que había dejado de creer en popes y desconfiaba de sus mayores. Así, a gente como Kurt Cobain, Eddie Vedder, Layne Staley, Chris Cornell, Shannon Hoon o Adam Duritz, entre otros, se les catalogó como "portavoces de una generación". Scott Weiland también jugaba en esa liga.

He de reconocer que la primera vez que escuché a Stone Temple Pilots me dejaron bastante indiferente, un grupo más intentando hacer grunge y sin aportar nada especial, me parecían una versión pija de Pearl Jam hasta que un día vi un vídeo suyo en directo y reconocí en el vocalista lo que suelo llamar el "síndrome Jim Morrison", es decir, un frontman superlativo que lleva a una banda mediocre a un status superior al que merecen el resto de sus componentes ( y que nadie me hable de Robbie Krieger o Ray Manzarek, The Doors son The Doors por Jimbo y punto), Morrison lo tenía, Iggy Pop lo sigue teniendo y Stiv Bators o Michael Hutchence  también lo tuvieron. El caso es que el buen hacer de Weiland me hizo prestar mayor atención a los STP y en 1994 me ganaron definitivamente gracias a "Interstate Love Song", tema con el que me sentí identificado por razones personales que ahora carecen de relevancia alguna. El caso es que los Pilots se incorporaron a mi bestiario musical de forma permanente.

Durante aquel maravilloso decenio fuimos viendo cómo aquellas voces a los que habíamos erigido entre todos como reflejo de nuestra nubilidad caían poco a poco ante el enorme peso que soportaban sus hombros, Kurt Cobain buscó una falsa y estúpida redención en el cañón de una escopeta, Shannon Hoon y años más tarde Layne Staley lo harían en la aguja de una hipodérmica preñada de heroína y Chris Cornell y Eddie Vedder se perderían en una década y un siglo que no eran los suyos entre ideas como poner banda sonora a James Bond, colaborar con Timbaland o sacar un disco con canciones tocadas con ukelele.
En todo este tiempo Scott Weiland vivió a toda pastilla, se separó y se volvió a unir a Stone Temple Pilots en más de una ocasión, se convirtió en una rockstar al uso y lanzó discos en solitario, formó Velvet Revolver, esa banda sobre la que tengo muchas reservas, cambió de pareja varias veces, tuvos hijos y se metió en serios problemas legales y de salud a causa de las drogas, solo una cosa no cambió, la filosofía torturada y autodestructiva de sus canciones.

Nuestra generación traicionó a Weiland igual que había hecho antes con Kurt Cobain, nosotros íbamos de farol. El grunge acabó siendo otra forma de diversión y, cuando dejó de ser divertido, le dimos de lado, la gente estudió trabajó, se casó, tuvo hijos, el PSOE volvió a darle por el centro del culo, volvieron a ser los paganinis de una crisis económica que habían provocado otros yel PP volvió a gobernarles con un líder a medio camino entre el histrión y la maldad. Nadie miró atrás para advertir que todos aquellos genios que habían creado aquellas composiciones llenas de dolor, angustia y zozobra con las que en alguna ocasión nos habíamos sentido identificados lo habían hecho porque se sentían así, tristes, angustiados e inseguros, pero nadie se preocupó por ellos, para nosotros fueron  juglares cuyo contenido interior terminó por importarnos una mierda, nos convertimos en lo mismo que la generación hippie o los punks y apuñalamos vilmente a nuestra juventud e ideales por la espalda, buscamos nuestro final feliz ignorando las conclusiones de los demás y ahora la muerte de otro genio nos golpea y lloramos de forma sincera, sí, pero también culpable.

Descanse en paz, Scott Weiland.

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